All you need is flower: en los jardines de Felipe Cardeña
Lorenzo Viganò

Share

Facebook Twitter Google+

Presentar los trabajos de Felipe Cardeña ha sido para mi no sólo un placer sino también una emoción. Tuve la suerte de seguir desde el principio la evolución de los collages de este artista – desde la inicial intuición hasta la expresión abierta de su alma y de su idioma – una especie de florecimiento artístico que tuvo para mí un sentido muy particular. Un olor vinculado a la infancia, el período de la vida que permanece para siempre indeleble y listo para soplar su fragancia tan pronto como escuchamos una música, miramos una imagen, o descubrimos en un cajón de nuestra casa un objeto que sólo Dios sabe por qué todavía no lo hemos tirado a la basura.

Dicen que a veces es el «lifting » de la memoria que hace inolvidable el pasado, quitándole todas las amarguras y dejando sólo los recuerdos más bonitos, los que nos calientan el corazón. Pero esto no se aplica en el caso de los jardines de Felipe Cardeña. Para mí, ellos han sido y todavía son una máquina del tiempo. Sus acuarios florales – no es una coincidencia si a pesar de las flores, el primero en entrar en uno de estos collages fue un pez, asustado y perdido – son el fondo de escenario de los Sesenta, de «mis» Sesenta. De los últimos años de la segunda mitad de los Sesenta, o sea casi de los Setenta. Son las flores de los niños de las flores impresas en mi primera verdadera corbata (una corbata para niños, pero sin remate elástico) que me compró mi padre en los mismos años en que yo ponía dentro de mi mangiadischi, un tocadiscos portátil, A Whiter Shade of Pale (Con su blanca palidez), de la banda británica Procol Harum en la versión «cover» italiana de los Dik Dik. Entonces, yo estaba encantado con las raras fotos de los Beatles que lograba encontrar y con la portada de su LP colección Oldies.

En las portadas de los 45 rpm de entonces, en las fotos de los rotograbados, en los comerciales de televisión (por lo menos, los más «jóvenes») siempre habían flores: flores dibujadas, recortadas, impresas en las camisas, bordadas en las chaquetas, puestas en el pelo de alguien. Estas flores habían llegado hasta mi corbata, que yo me ponía y me quitaba de la cabeza, para no deshacer el nudo. Yo también tenía algo beat, hippie, rock – los niños no hacen demasiadas distinciones. Yo también me había convertido, si no es exactamente en un hijo de las flores por lo menos un seguidor. Yo también hacía parte de aquel mundo de paz y amor, de colores y dibujos en el cuerpo, de pelo largo y granos, sonrisas, música y descuido, que pensé que nunca terminaría. Un mundo que para mi era la vida misma, no sólo una parte.

Esa corbata la tengo todavía, pero el mundo para el que ella me hacía de salvoconducto, no hay más.

Sobrevive en los revival que periódicamente amputan una parte de ello – la psicodelia en la música y en la gráfica, el ombligo descubierto y lo pantalones vaqueros de cinta baja en la moda… – en la citaciones artísticas, en los ensayos sociológicos que lo identificaban como un período de tiempo para olvidar o para añorar. Pero el espíritu que lo animaba, que soplaba sobre cualquier cosa y que yo mismo respiraba, junto a los demás, ahora no sopla más. Y no me importa establecer porque pasó, si era sólo una ilusión ingénua o si los ideales de libertad y revolución fueron destruidos por las drogas, si el sueño se quebró en Woodstock o si se había ya esfumado mientras que los Rolling Stones escribían You Can’t Always Get What You Want (No siempre puedes conseguir lo que quieres). De toda forma, estoy seguro de una cosa: que no volví nunca a sentirlo. Yo crecí preservando más en el corazón que en la mente el calor de una ola positiva. Puede ser con la esperanza inconsciente de que algo lo encendería otra vez y que mi corbata sería otra vez útil, tarde o temprano.

Felipe Cardeña despertó todo este mundo, esta emoción.

Sus collages, sobre todos de flores, pero también de cítricos, hortalizas, animales camuflados entre gardenias y peonías, azaleas y myosotis son un soplo de ese viento. Un viento que pasó por encima de los años alrededor de 1967 y llegó hasta nosotros. Son las flores plantadas en el Summer of Love, el Verano del amor, con la banda sonora de los Beatles en Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, que florecieron cuarenta años después. Son los hijos del mágico autobús de los Merry Pranksters (los «Alegres Bromistas») de Ken Kesey, conducido por el drogadicto Neal Cassady, inmortalizado por Kerouac en su novela On the Road, y del Rolls Royce psicodélico de John Lennon, de la Swingin’ London y de los visionarios Pink Floyd, del tejido para niños con el que Paul Smith hizo su primera camisa de flores y los trajes que se vendían en las boutiques de Chelsea, en King Road, como I Was Lord Kirchner’s Valet, la tienda favorita por Jimi Hendrix; son los jardines primordiales, que simbolizan el regreso a la naturaleza según lo deseado por los movimientos contraculturales de San Francisco y son la escena de un mundo que los Malines Azules quieren hacer más y más gris, según la intuición de Lennon y McCartney en la película animada Yellow Submarine, dirigida por George Dunning.

Es como si las flores que los pacifistas colocaban en los fusiles de los soldados estadounidenses, o la flor que en una instantánea, convertida en el ideal de pacifismo hippie, tomada por el francés Marc Riboud, una muchacha lleva en su mano en frente de los militares en la manifestación en contra de la guerra de Vietnam en la ciudad de Washington, hubiesen llegado hasta nosotros para pegarse en los lienzos del período indiano de Cardeña. Juntas con la flor estilizada del logo de Mary Quant, con los colores del mural de la Apple Boutique en Londres, diseñado por el trío artístico alemán The Fool en una de las fachadas del edificio que albergaba la tienda, con las maravillas encontradas por Alicia en su viaje en otra dimensión y las fantásticas visiones de los ilustradores fantasy Mati Klarwein, John Tenniel, Arthur Rackham y Henry J. Ford, que tanto estimularon la cultura psicodélica de la época.

Pero algunos dirían que Felipe nació en 1979, en los «años de plomo», un año después del asesinato de Aldo Moro. Más cerca de la movida de Almodóvar en sus películas, pues Felipe es un artista español, que de los encuentros rock, del Human Be-In y de las comunidades hippie. Y además Felipe nunca tuvo una corbata de flores, comprada y usada mientras que el aire resonaba con las notas de All You Need is Love.

¿Pero a quién le importa? La manifestación pacífica en contra de la guerra en Vietnam, la música de Hair, las ocupaciones de las universidades, el largo partido de tenis de Blow up, las Good Vibrations por los Beach Boys entraron en la lavadora de su memoria y han sido centrifugados. Felipe leyó los Freak Brothers por Gilbert Shelton y el Poema a fumetti por Dino Buzzati; vagueó con Lucy «en el cielo con diamantes», «con mandarinos y cielos de mermelada» y «flores de celofán amarillo y verde, apilándose sobre tu cabeza» que «crecen increíblemente altas». Vió los collages por el artista australiano Martin Sharp para Oz, y Hapshash and the Coloured Coat, las portadas de Let’s Go to San Francisco and Midsummer Dreaming por el grupo de los Flower Pot Men, las fotos de los Beatles en la India con el Maharishi Mahesh Yogi, y el cantante Donovan y la actriz Mia Farrow con guirnaldas de flores alrededor de su cuello, y metabolizó todo esto.

Felipe hizo con las memorias, con el flujo continuo de imágenes, lo que siguió haciendo con las tijeras, como si estas fueran una extensión de tres dimensiones de su mente. Vió, perdió, encontró, cortó, apiló, hizo un montaje y pegó – la técnica del collage aquí es perfecta – y luego reorganizó todo para una nueva historia.

No hay ni una pulgada libre en sus obras, pero nunca hay caos como podría parecer a primera vista, pero un vistazo más de cerca produce un cambio de impresión. Y si acercamos los ojos del lienzo y si los dejamos viajar libres de flor en flor, pues es fácil ser tragados: aspirados por la belleza de este Shangrila natural, por su paz. Hay armonía en el paisaje, y puedes sentir los acuerdos de sitar, los olores, los sonidos de la naturaleza, la India, la humedad.

 Jugando con la moderna técnica de cortar y pegar – hermana de la ahora mucho más practicada de copiar y pegar – los jardines de Felipe Cardeña son un estado de conciencia o de alucinación, un viaje visual, la representación artística del viaje lisérgico, recomendado por Timothy Leary para elevar la espiritualidad y cantado por el grupo de los Jefferson Airplane, en su White Rabbit, verdadero himno a los alucinógenos.

Sus collages nunca son libros de recuerdos, pero fragmentos de lo que está más allá de las puertas de la percepción, donde tomó el nombre el grupo The Doors. Son postales oníricas, sueños con los ojos abiertos difíciles de interpretar racionalmente, como siempre son los sueños. Aparentemente simples, pero intangibles, difíciles de alcanzar, en cuanto se trata de contarlos.

En el principio era el Jardín del Edén con flores, frutas, limones y remolachas. Luego, gradualmente los lugaress empezaron a ser habitados por criaturas del mar, y a continuación por los descendientes de Adán y Eva. Y entonces estos jardines se han convertido en escenarios, donde hay las figuras más diversas. Animales, damas del armiño, hadas que llevan el burka, «madonnas» y budas, personajes de la actualidad de ayer y de hoy, héroes de cómics, estrellas de cine, los rostros de la televisión, futuristas con sombreros y abrigos, y coches de diseño «bolidista».

Y Dark Ladies, como en la exhibición la The Black Dahlia, que le roba el título a una novela famosa, The Black Dahlia, por James Ellroy que se basa en un hecho real: el cruel asesinato, en la Los Angeles del posguerra, de Elizabeth Short, una joven aspirante a actriz cuya muerte aún hoy no ha sido aclarada. Su cuerpo había sido cortado en dos y la cara de la víctima había sido acuchillada de modo que la boca se extendía en una espeluznante sonrisa. Ellroy estaba obsesionado con la sonrisa de Elizabeth Short, como si la mujer se burlase de las atroces heridas de su propio cuerpo.

La mujeres de los lienzos de Felipe Cardeña no son víctimas, si no femmes fatales a todos los intentos y dejan el papel de la derrota a la pobre Elizabeth Short, haciéndose en cambio verdugos. Chicas malas que nos llegan del cine o de la crónica negra de los diarios, mujeres que subvierten el orden patriarcal y desafían a los hombres en su propio terreno, del poder, de la fuerza, de la astucia, del cinismo, no dudan en utilizar su belleza y su encanto para lograr el objetivo. Son hermanas de Barbara Stanwyck que en Doble indemnización de Billy Wilder, seduce a un joven vendedor de seguros para elaborar un maquiavélico plan con la finalidad de quedarse con el doble seguro de vida del esposo. Hermanas de Lana Turner en El cartero llama siempre dos veces (aún si algunos dicen que su mejor actuación fue en el juicio por el asesinato de su amante, el gángster Johnny Stompanato). Son primas de Jane Greer en Retorno al pasado, por Jacques Tourneur; de Rita Hayworth en Gilda, con sus largos guantes y el cigarrillo entre los dedos, de Bette Davis en La carta, de Ava Gardner en Mi pasado prohibido.

Rubias como Lizabeth Scott, morenas como Joan Bennett, rojas come Rita Hayworth, a las que roban peinados y actitudes, en las obras de Cardeña estas mujeres se convierten en imágenes noir fijas que brotan sobre pantallas pop. Mujeres bellas, malas, con maquillaje perfecto, medias de seda, ropa elegante, mujeres inteligentes e independientes, (anti)muñecas dulces y aterradoras, descaradas y seguras como la Lauren Bacall de Tener y no tener, de Howard Hawks, pronta a correr a un silbato de Bogart, a condición de que él sepa cómo hacerlo: «¿Sabes que no tienes que actuar conmigo, Steve?… No tienes que decir nada y no tienes que hacer nada. Nada de nada… O simplemente silbar… ¿sabes como silbar, verdad Steve?… simplemente junta tus labios y… sopla.»

De toda forma, Cardeña no mira directamente al cine, no corta escenas desde las películas ni las remonta en su lienzo. El saquea los dibujos de las portadas de las revistas americanas de True Crime de los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta (que se inspiraban al cine) y los mueve en nuevas historias. Les descontextualiza y les sumerge en las aguas de flores, verduras, frutas y animales. (¿Será tras el telón de fondo de gardenias y escobas, anémonas y primaveras que está enterrado el cuerpo de la víctima?)

Prefiere los dibujos porque tienen más energía narrativa que las fotos. Y hacen más evocador el enlace de referencias cruzadas entre ilustraciones, películas y noticias de crónica. Pero cuidado: los collages del artista español en línea con los de John Heartfield y George Grosz, que los utilizaron como arma de crítica satírica contra los nazis, estas obras saben interpretar la realidad, leer de nuevo, hacer sátira, amonestar, criticar, burlarse y denunciar. Ofrecer una perspectiva diferente sobre los acontecimientos de la primera página, como se ve en sus dibujos en el sitio ArsLife.com.

Y entonces el telón de fondo hippie, psicodélico, ecológico, colorido, ecologista, imaginario y fantástico acentúa el significado de las imágenes que enmarca y hace su lenguaje más directo y provocador: universal. Con lo que lleva a reflexionar al espectador sacudido por el corto circuito entre las figuras y las flores.

Al mismo tiempo, el viento de los anos Sesenta que nos golpea cuando nos fijamos en los lienzos, el viento que lleva colores y aromas hasta nosotros, y envuelve todo, mujeres con un arma de fuego y reyes inglés uxoricidas, y que resucita la fuerza de los sueños, nos recuerda que detrás de los momentos más oscuros y difíciles de la vida, incluso detrás de los más injustos y dolorosos, siempre hay una flor que florece.

 All you need is flower (flower is all you need).